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FOTO: AUGUSTO CARRASCO |
En una
sociedad en la
que aparentemente ya no queda
nada por profanar
–la cámara de
los reality shows se instala
hasta en los
baños– escritores como
Washington Cucurto, Martín
Gambarotta y Roberta
Iannamico, cuyos libros
de poemas salieron
en la Argentina
a partir del
final de la
década del 90, parecen descreer que exista algún «improfanable».1 Intentando despegar la escritura poética de su
herramienta retórica por
excelencia, la metáfora,
ellos pretenden sortear
tanto lo simbólico
como lo imaginario
con el fin
de acercarse lo
más posible a
lo que justamente
la retórica falla siempre en
representar: lo real.2 Si
las cámaras de
los reality shows vienen a
apaciguar, con la tecnología
de su maquinaria realista, el vacío que abre esa imposibilidad de representar
lo real, estos poetas parecen buscar
todo lo contrario
usando una metodología aparentemente
idéntica. El reality show que montan en sus páginas está
filmado con una cámara en mano por los propios protagonistas. Así, lo que era
un espectáculo, se desinfla para dejar ver las cosas mismas o, mejor, lo que
vive entre ellas («la mitad
en la línea
de encuentro entre
mundo exterior e
interior»).3
Pinchando el supuesto
efecto de show de la realidad, aquí se busca promover un encuentro,
justo donde la «literatura» había ejercido
una separación –habla
y escritura, literatura
y vida, forma
y contenido, significante
y significado, etcétera–.
De esta manera
se emprende un
trabajo profanatorio que
implica empezar siempre de cero. Como si no hubiera tradición
literaria. O como si los datos de esa tradición pasaran, descarnadamente, a
tener otra función.
Así, los nombres
de algunos escritores
que precedieron a estos
poetas, dejan de operar como un guiño de complicidad literaria y adquieren,
sobre la página, un valor de uso. Por ejemplo Zelarayán, 4 apellido
del poeta Ricardo Zelarayán, es «usado» como título de un libro de Washington
Cucurto. Ya dentro del libro, el personaje llamado
Ricardo Zelarayán
era arrastrado de los pelos
por los guardias de seguridad
por tirar las espinacas
al piso
la bandeja de kiwis
al piso
por destapar los yogures
de litro.
Como se
puede ver, aquí
el proceso sacralizador
que suele dejar
separada a la
tradición literaria confinándola
al museo de
la cultura, queda
profanado. Haciendo uso de esa
tradición con fines inesperados, se
la restituye al
cuerpo de donde
había sido arrancada
(literatura) inyectándole vida nueva.5
Hasta el formato de los libros de estos poetas parece querer venir a
desacralizar lo que, para aludir a la separación a la que fue sometido,
llamamos literario entre comillas. Son libros de formato reducido, cuya precariedad supone
lidiar con un
objeto que se
parece más a
un juguete perecedero
que a un fetiche intelectual, y que supone también guardarlos en la
biblioteca corriendo el riesgo de que se escabullan detrás de los grandes. En
ese sentido, habría que decir que tal vez estemos ante un nuevo tipo de objetos
–exlibros carentes de exlibris – que no fueron pensados para acomodarse en ese mueble que
exhibe en el living
de la modernidad
un almacenamiento de
cultura muerta. Caídos
detrás de esa
hilera lineal que
parece venir a
confirmar «la museificación
del mundo de
hoy»,6 buscan desordenar el espectáculo como lo hace el
personaje «Ricardo Zelarayán» entre las góndolas del supermercado. Por último,
las editoriales donde
están publicados los
libros de estos
poetas –generalmente emprendimientos de
autogestión– también muestran,
para nombrarse a
sí mismas, una
voluntad de despegar de toda remisión literaria. A
diferencia de las editoriales de poesía de los 60 –Tierra Firme, Último Reino,
Tierra Baldía– cuyos nombres quieren decir más de lo que dicen, Siesta y
Belleza y Felicidad parecen aludir a ese estado de literalidad cuyo humor
exige, justamente, no ser perturbado por un plus de sentido. Deldiego, otra de
las editoriales, hace uso de un nombre propio al que, a la manera del
habla iletrada, se le antepone
el artículo. Así
es como popularmente
se suele aludir
al futbolista Diego
Maradona, a quien
se conoce como
«El Diego». Si
suponemos que el
nombre de esta
editorial alude al
futbolista, debemos afirmar
sin embargo que
no parece tratarse
aquí de un homenaje
–a él– sino más bien de un avance –de él– sobre el terreno literario. Es que el
concepto de homenaje sigue suponiendo la separación del objeto. Aquí, en
cambio, parece haber una apropiación casi
infantil, como la
del niño con
su juguete («el
juguete presentifica y
vuelve tangible la temporalidad humana
en sí misma,
la pura distinción
diferencial entre el
«una vez» y
el «ya no más»).7 El poema de Cucurto
titulado «Los libros del Centro Editor» muestra a las claras ese tipo de vínculo
posesivo, tan inesperado como nuevo, que se apropia de la tradición archivada
en la línea del tiempo y la pone a circular en redondo por la espiral de la
vida:
¡Son lejos lo más lindo de la historia
cultural
/ argentina!
¡La fantasía del editor, los coloridos
libros del Centro
/ Editor,
son transmisión absoluta!
¡Y sus fascículos de los grandes poetas con
los cuales
/ aprendí a leer!
¡Centro Editor fuiste más importante que mi
padre
/ y mi madre y
en mi juventud estuviste a la altura de Boca
Juniors
Hijo, Suni, cuando me muera vendan todo,
que no
/ haya en la casa las cosas de
un muerto,
pero a los libros del Centro Editor
entiérrenlos conmigo.
Los
libros aquí ya no son «interesantes» o «buenos» sino «lindos». Pero en esa
belleza y felicidad que
proporcionan, aparentemente frívola
y despreocupada, reside
justamente su efecto
vital de transmisión.
La nueva biblioteca-Cucurto (cuyo
exlibris ya fue
testamentado) debe ser
enterrada –con el paradójico fin
de sobrevivir– con el muerto. No así «las cosas del muerto», esos cadáveres de libros que,
por no pertenecer
al «Centro Editor»,
son separados para
la venta. Es
que aquí hay
una confianza en
el libro vivo,
ese que, unido
al cuerpo, está
destinado a renacer
siempre, a la
manera vallejiana, desde las
entrañas de un «cadáver lleno de mundo». Ahí, donde la vida de los muertos se niega a
ser muerte en
vida, funciona un
centro editor. Encarnado
en el mítico
CEAL,8 que con
su política popular dio de leer a
varias generaciones, ese centro es, para Cucurto, un nudo orgánico –un nuevo
tipo de más-médula– donde editar, escribir y publicar ya son una y la misma
cosa. 9
El realismo atolondrado
Situarse
en el centro editor es empezar a operar con lo que Cucurto llama «realismo
atolondrado». Si el realismo a
secas supone una
fidelidad al modo
en que las
cosas «realmente» son,
este atolondramiento medra
entre las cosas,
manteniendo vivo lo
que las vincula.10 Para
lograrlo es necesario que
la lógica dualista
de la separación
se distraiga –se
atolondre– y entregue
la custodia que
mantiene sobre la
realidad. Cuando esto
sucede, el Centro
Editor actúa como
desarmadero poniendo las cosas en
circulación aun antes de que hayan sido escritas (sobre todo si escribir supone
decir algo «en
nombre» de ellas).
Cucurto define esa
central delictiva como
una «máquina». Su primer
libro La máquina de hacer paraguayitos ya se anuncia desde la portada como «un
poemario atolondrado: doce de amor y uno robado». Lo atolondrado, entonces,
rima con lo robado y habla de una
realidad que no
se copia ni
se representa ni
se recrea sino
que, simplemente, se
roba. A ese saqueo se
refiere quien firma
Santiago Vega en
el epílogo de La máquina
de hacer paraguayitos.
Santiago Vega
–nombre verdadero del
poeta cuyo seudónimo
es Washington Cucurto–
se presenta como el albacea de este último y nos informa
que Cucurto nació en Santo Domingo en 1942 y que él es el encargado de
recopilar su obra.11 Y en este desarmadero de identidades, el Vega
que escribe el epílogo nos presenta
a Cucurto como
un escritor que
plagia al plagiario
y dice que
ahí reside su grandeza:
«si plagiamos al plagiario saldrá algo maravilloso, lo mismo que si plagiamos a
un queso, a un muerto,
pues no se
lo puede empeorar,
sólo nos queda
ir mejorando; en
estos casos el
plagio siempre es progresista y
por consecuente productivo, al igual que el peronismo». Como se puede ver, aquí
no se plagia el original –«¿Ustedes conocen a algún escritor original?»– sino que
se roba lo
plagiado. Esta parece
ser la relación
con la tradición
que Cucurto llama «peronista». Es una relación en la que
se usa lo usado hasta volverlo nuevo.12 En el desarmadero que recicló a
Zelarayán con el fin de
transformarlo en repositor
de supermercado, se
editan ahora paraguayitos. Es,
como lo piden
las siglas de
la mítica editorial,
un verdadero Centro
Editor de América
Latina. El argentino Vega
le roba la
nacionalidad a un
dominicano inexistente y,
con un pasaporte
falsificado, se pone
a fabricar paraguayos.
¿Pero cómo funciona
esa máquina? En principio,
y en analogía con lo que nos dicen los nombres de las editoriales, se trata de
una máquina de vida más
que de un
aparato de referencias
literarias («Una poesía
sin más ambición
que la de vivir»).13
Entonces, se podría decir que estamos ante una verdadera máquina de parir («el
germen de la vida no
descansa»). Y esta
matriz, que alimenta
casi todos los
libros de Cucurto,
incluida su narrativa, se encarna en un femenino plural
«Día tras día un trío de mujeres/ me sigue hasta la puerta de mi
empleo, lo que
escribo de noche
de día me
lo rompen». Es
una presencia que
está en todas partes
y que cualquiera puede ver («Si usted anda por la calle las puede ver/ en un
afiche, por el aire y por doquier»). Estas anti-musas –rompen de día lo que se
escribe de noche– no son el producto de una
imaginación inspirada de
«autor» sino que
se presentan a
los ojos del
escritor para que
él, que nada inventa, robe lo que ve. Y la garantía
de que estas joyas son reales, es decir, que lo que se roba no es ninguna
«fantasía», es el color:
[...] Ah, mis negras dominicanas, qué cosa
tan linda y extraña, mucho tienen de
sándalas y gansas
pero ni una gota tienen de blancas. No
caben en tres o
cuatro renglones, para eso se necesita una
página.
Mis negras dominicanas de tan negras
Se vuelven blancas, grises, finas,
amarillas
Queda claro
que lo real
que entra por
la puerta abierta
del atolondramiento, entra
siempre «en negro». Sin pedir permiso, sin legalizarse,
trabaja, como la inmigración latinoamericana, invadiendo todo, ocupando los
lugares, rompiendo las escrituras, aportando su toque de color. Pero aquí
blanco y negro no son más los extremos de un dualismo. La realidad es una marca
de color, y el blanco un accidente
de esa realidad
cambiante. Así, las
dominicanas de Cucurto,
sólo por ser
«tan negras» pueden volverse blancas, grises, finas o
amarillas. No hay posibilidad alguna de reconocer el blanco por separado («por
eso me encanta nombrarlas/ porque de blancas no tienen nada»). Cucurto llama «Lluvia de
estrellas» a ese
fenómeno natural que
cae sobre una
página rebasando la
lógica de los renglones
[…]
puede leerse el texto completo aqui
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