(version final): meditación de trocha: man and mountain, maurizio medo





y somos una forma que cambia con la luz
hasta ser sólo luz, sólo sombra.
Blanca Varela




Para un poema hermoso- exclamaste al descubrir

un palíndromo perdido en el curso de español y ya,
al jubilar del núbil candor que la infancia bruma
no supiste más de algún paisaje cuya trama surja
desde la luz azul de ese palíndromo. Sólo el viento,
con el resol de una promesa rota, sigue el viaje

al otro lado de la montaña.

Esa montaña es el futuro.

Tú tienes 15.

Para ti es una catarata lunar.

Yo ahora estoy allí con la posibilidad de detenerme

pensando qué hacer con el palíndromo encontrado
cuando el láudano alucinó con tu edad.
No, no tendrá nunca un lugar, no de acuerdo con 
la instructiva de los poemas helénicos que confunden
el concepto del Destino con la Ley.

Los griegos no hicieron más que equivocarse.

Agradéceles, sigue de largo.

Acá también el viento promete una armonía,

secreta para el caos universal.

Lo sabrás el día que me invente a Maurizio Medo
rechazándolo todo. Como un atleta que cruza
la distancia sobrenatural de su infierno imaginario

hasta renacer en el Sestri que honra a su linaje.



Tú tienes 18. El país donde creciste no hablará

contigo con las manos juntas como “las madonas

de Leonardo”, escribió Martín Adán.

Fue un músico sidéreo, algo improbo.
Moro un francés excomulgado del enigma

que debía de cruzar y volver a ser peruano.
Valdelomar un colónida.
Eguren lígrimo, de almíbar inmaculado.
Westphalen medieval.
Tú tienes 21. No eres nadie.

El barrio te salva del balasto chovinista de una patria
que ríe de tu ansiedad por trabajar como amanuense
sin una sola ley de compensación social. Una patraña,
somos libres  –canta- hay un himno con qué aprender
a amar nuestros límites, perplejos por nuestra
deplorable ambigüedad. Seámoslo siempre. Dilo así.
Funcionará en el corso a celebrarse
en la sede del club provincial.
Yo prefiero la canción oscura de los puertos.
Mi música brisa pirata en ultramar.
Allá uno es anónimo, momentáneo.
Un concepto abstracto si a tus treinta la escritura
—cuyo centro era ya errante—

te transforma en algo semejante a un perro boyero,

ajeno al acíbar conyugal.
No estaba en la luna.
La montaña está en una canción de Bob Flanagan

diciendo que con tu cabeza en las nubes, no notas

los peones que aplastas bajo tus grandes pies.
Empiezo a mirarte, difuso en la popa del tiempo.
Incapaz de soportarte al no poder ir más allá.
Con el futuro aparece profuso como un horizonte balcanizado
después de haber ya transcurrido sin asumir
su lugar en la historia. Tal como le pasa a la escritura,
una acción válida si se cruzó por
los despojos violetas
de este futuro las veces necesarias
para abolir a la primera persona
sin falsos anatemas ni fatalidad.
Iba a decírtelo pero azoré al leer un neopoema

escrito a bordo de un reactor DC-8
y empecé a escucharte como cuando nuestros predecesores
suspiraron creyendo el trabajo terminado.

—Soy un viejo genovés—comenté apenas, mientras

inventabas un mundo visible cuya luz pudiera

librarte de caer en este escaque, como si la vida
pudiera planearse desde un estúpido percentil.
Pero no había nadie.
Sólo la montaña oscura ante el presagio que oímos
una vez en la última hora de la tarde.
Traspasados por un rayo de sol.









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