extracto de fragmentarismo y fragmentalismo de vicente luis mora










Si no se une, el pensamiento no sirve.
–César Aira

la palabra ha sido quebrantada
y la suma de todos sus fragmentos
es ahora destrucción.
–Mario Montalbetti

Qué horrible nos resulta el todo.
–Thomas Bernhard

Un profesor alemán es capaz de ensamblarlo todo
a pesar de que la vida o el arte son demasiado fragmentarios.
–Heine


 
Un asombroso número de obras narrati­vas de ambos lados del charco tienen una estructura fragmentaria, lo que apunta a una línea estética firme en la prosa his­pánica. Sin embargo, la fragmentariedad viene siendo desde hace unos años uno de los caballos de batalla de la crítica li­teraria, quizá a causa de un suelo teórico firme de discusión. Ello ha puesto al frag­mento contra las cuerdas, y se han produ­cido jocosas anécdotas cuando autores fragmentarios que ignoran que lo son se han mofado públicamente de la escritura fragmentaria. El desconocimiento de lo que puede ser un fragmento acecha en la base de este debate que da vueltas sobre sí mismo. Por ello, antes siquiera de hablar de la narrativa hispánica actual, debiéra­mos hacer unas consideraciones básicas sobre qué consideramos fragmento li­terario, que es un concepto mucho más amplio de lo que se cree. 

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El fragmento no es una mera pulsión posmoderna ni es propio de período al­guno; antes bien, es una constante histó­rica que pasa por la condición granular de Las mil y una noches, el Panchatantra o el Kalevala, que continúa con la for­ma –necesariamente breve– del relato oral, que se adentra en la alta moder­nidad –a través de la «marquetería mal ensamblada» con que Montaigne definía sus ensayos–, atraviesa el pensamiento europeo (véase L’écriture fragmentaire de Françoise Susini-Anastopoulus), se adapta a la condición rota de nuestra conciencia, según se lee en los Manus­critos berlineses de Schopenhauer, y co­mienza a entenderse como un espíritu de la época para Virginia Woolf («es una era de fragmentos») o como un telos para T. S Eliot («these fragments I have shored against my ruins»). Lo reticular no es una mera forma del pensamiento discur­sivo occidental; como dice el filósofo ale­mán, lo fragmentario es el pensamiento, distraído, como diría un antiguo filósofo chino, con los Diez Mil Seres. 

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En una reseña de Diferencia y repetición, de Deleuze, exponía Foucault que había que pensar desde la intensidad, como conciencia de lo múltiple. Que era mejor pensar «movimientos de individuación en lugar de especies y géneros; y mil peque­ños sujetos larvarios, mil pequeños yos [moi] disueltos, mil pasividades y hor­migueos allí donde ayer reinaba el sujeto soberano. […] Pensar la intensidad […] es recusar finalmente la gran figura de lo mismo que, de Platón a Heidegger, no ha dejado de anillar [boucler] en su círculo a la metafísica occidental». Responde, en consecuencia, a un pensamiento no par­menídeo y más heraclitiano; más basa­do en la intuición que en la deducción. Como dice Luciano Espinosa Rubio, el fragmento toma su esencia de formas no necesariamente lógicas o deductivas de pensamiento y se ancla más en la mostra­ción que en la demostración

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El fragmento, en consecuencia, sería aquella mónada narrativa que, sin dejar de tener cierto o completo sentido por sí misma, vincula su autonomía al encaje discursivo en una estructura narratológi­ca más amplia, ya sea sintáctica, semánti­ca o simbólicamente. 

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Es muy interesante y plástica la perspec­tiva que Jenaro Talens utiliza en El sujeto vacío (2000) para distinguir textos frag­mentados y fragmentarios. Como otros autores, Talens sitúa el nacimiento de la fragmentación artística actual en el ro­manticismo, donde delimita dos caminos. El primero, fragmentado, que habrían se­guido autores como Novalis o Hölderlin, «presupone una tradición previa de cuya trayectoria es producto y cuya presencia es necesaria, en la medida en que sin su referencia se vuelve incomprensible»; el segundo, fragmentario, que habría segui­do Espronceda, intenta por el contrario «hacer tabla rasa de esa misma tradición. Su fragmentarismo representa un discur­so cuyo centro no es ya la remisión a un pasado explicador, sino la misma ausencia de centro». Es decir, la escritura fragmen­tada nos señala el camino hacia algo que se ha roto y que aparece representado con sus grietas, mientras que la escritura frag­mentaria nos indica que algo ha sido que­brado a conciencia, con la intención de mostrar que nunca fue realmente sólido. 

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Un glaciar en proceso de resquebraja­miento es fragmentado. Un archipiélago es fragmentario. El glaciar, si bien agrietado y en proceso de deshielo, recuerda aún a su forma original. El desierto, como en el poema de Colerigde, hace imposible sa­ber cómo eran las estatuas o piedras de las que proviene su arena. 

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Desde esta perspectiva, se entienden mejor las cosas. Así, podemos ver a Ezra Pound como un autor fragmentado, con ancho asiento en las tradiciones litera­rias anteriores, y a Samuel Beckett como un fragmentario que dinamita la presun­ta solidez del lenguaje desde el interior. El Manual del distraído de Alejandro Rossi sería una obra fragmentada clási­ca; El gay saber de Nietzsche la granada de fragmentación que intenta barrer la herencia de la metafísica sobre Occiden­te. Acercándonos a la narrativa hispáni­ca contemporánea, El hacedor de Borges tiene estructura fragmentada, mientras que Makbara de Juan Goytisolo sería un canónico ejemplo de fragmentarismo.
Y además, ambas líneas tienen tam­bién relación en cuanto a otro tema clási­co del fragmento: su relación con el todo. Desde la estética fragmentada, hay un todo frente al cual la esquirla hace sentido; des­de la fragmentaria, el todo no es más que un fantasma, nunca hubo una totalidad – intelectual, religiosa, filosófica– garante de la coherencia de nuestra existencia o nues­tro pensamiento. «El habla de fragmento no es nunca única, incluso si lo fuera. No está escrita con motivo de o con miras a la unidad», dice Blanchot en La conver­sación infinita. Por ese motivo, los escri­tores fragmentados construyen mosaicos; los fragmentarios, desiertos. Los primeros utilizan tejidos narrativos para componer un patchwork autosuficiente; los segundos trabajan a medias con la pluma y a medias con el martillo, y van destruyendo parcial­mente conforme construyen. 

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Frank Kermode señala, a partir del libro de Roger Shattuck The Innocent Eye (1984), tres tipos de fragmento: el abso­luto, que no necesitaría relación con otros fragmentos –ni con la totalidad– para ser tal; el implicado, que implica que no pue­de existir una idea fragmentada ni frag­mentaria sin relación con otros fragmen­tos o con un «todo», y el ambiguo, más próximo a la idea blanchotiana y «que, para confundirnos, está(n) a la vez impli­cado(s) mientras mantiene(n) su carácter absoluto» (Historia y valor). Apuntamos este tercer género ambiguo para referir­nos a algunos libros que tienen un pie en cada lado: pensemos en la monumental novela de Robert Musil El hombre sin atributos. En el tomo I, de 667 páginas, se incluyen 123 capítulos, lo que indica que la extensión media de cada capítulo es apenas de 5.4 páginas. Yendo más allá, en realidad la mayoría de ellos son breví­simos y luego hay otros más extensos que compensan la media. De forma que no hay problema alguno en decir que es una novela ambiguamente fragmentaria.




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