hablar contra las palabras, miguel casado (extracto)




 
FOTOS DE LA PELICULA MELANCHOLIA DE LARS VON TRIER


"Nuestro primer móvil fue sin duda el asco por lo que se nos obliga a pensar y a decir, por aquello en lo cual nuestra naturaleza de hombres nos obliga a tomar parte": esta rotunda declaración la hacía Francis Ponge en un texto titulado “Razones para escribir”, que se fecha entre 1929 y 1930 (1). Así –según él– el gesto fundador de la escritura es un gesto político: el rechazo airado a la dictadura de un lenguaje-pensamiento, la comprensión de que vivimos por fuerza dentro de un mundo de palabras que está dado y que, al usarlas cada uno de nosotros, lo que ocurre es que –por medio de ellas, de lo que decimos– se expresa el poder, el sistema que nos domina e implica, tomado en el sentido más amplio y complejo. La conclusión de Ponge es tan rotunda como su gesto inicial: "Una sola salida: hablar contra las palabras".
 
Es fácil ver la precariedad de este principio: la única propuesta, en su mismo modo de formularse, parece imposible, se asienta en una contradicción absoluta: si el lenguaje nos incluye, nos habla, cómo podríamos ponernos a distancia de él, actuar contra él. Pero a la vez es una contradicción que  tiene la extraña virtud de nombrar la esperanza; la proscribe, la bloquea, pero también la coloca ante el deseo: hablar contra las palabras. Es quizá el mismo movimiento que queda implícito en el último Wittgenstein: después de entender que los límites del lenguaje coinciden con los límites del mundo, su análisis se acercó más a las consecuencias existenciales de esa lógica y encontró que entre la gama de juegos de lenguaje que practicamos y las formas de vida humanas hay una soldadura completa. Y, sin embargo, esta fórmula de cierre abre toda la ansiedad del deseo: perseguir una grieta, un desajuste, forzarlo, aprovechar ese conocimiento para aprender a producir un cambio... Esta clase de deseo, el de Ponge, el que induce en su rigor Wittgenstein, es la energía utópica de que surge el poema, y también la que lo constituye como político.
 


El lugar primero del poeta es así, un lugar de privación, pues encuentra cerrada la salida, y de rebeldía, pues empieza su trabajo cuando decide no aceptar esa situación de hecho. Todo está ahí marcado por la negación – recuérdense los versos de Montale: "Eso es sólo lo que hoy podemos decirte, / lo que no somos, lo que no queremos" (2)–; y, sin embargo, esa marca negativa construye, traza un lugar que no puede confundirse con otros. Según este razonamiento contradictorio, escribir es un gesto radicalmente crítico que, pese a ello, produce identidad. Así se definía el escritor asturiano Moisés Mori: "alguien que quisiera ser leal a su idea primera de la literatura, concebida como la forma que articula una negación, es decir, como uno de los ejes centrales de mi actitud ante la vida (o si se prefiere: de mi posición política o intelectual, o cotidiana...). (...) De mi vivir solitario y a la contra" (3). En este vivir a la contra la soledad y la angustia individual se transforman en postura política, tensándose hacia el momento de negación que cualquier  verdad exige para nacer; resistir en una propuesta desnuda de escritura se manifiesta como trabajo de liberación. Destruir y liberar –decían Toni Negri y Felix Guattari– se atan en el nudo de la izquierda (4).


Y aquí se toca otro punto de partida necesario: poesía y política, sí, pero qué  política.  Como  se  sabe,  y  para  decirlo  en  términos  muy  generales,  las posiciones políticas pueden ser de conservación o de cambio; trasladándolo al terreno de que aquí se trata, pueden ser de consolidación del discurso heredado o de indagación de sus fisuras, de insistencia en encontrarlas. La actitud en favor del cambio, la búsqueda de fisuras es la que corresponde a lo que Negri y Guattari llamaban –de modo genérico y con su conocida mirada crítica– la izquierda, que tal vez no coincida con lo que actualmente se llama así.  Estas  notas  mías  también  se  inscriben  en  ese  campo  y  no  pretenden alcanzar conclusiones; se limitan a acercarse al problema de manera forzosamente fragmentaria, sugerir algunas preguntas, leer con este propósito algunos textos, mantenerse siempre en el espacio del quizá –donde las ideas no se coagulen en dogmas, donde los principales enemigos sean la conformidad y la fijeza.

Después  de  este  primer  adelanto  de  intenciones,  que  querría  sirviese como fondo tonal para todo lo que diga, seguramente conviene volver a situar los términos de la cuestión. Para ello puede considerarse este sencillo recordatorio de Valente: “En el diario de Kafka las líneas dedicadas a la primera guerra mundial no pasan de cincuenta. Pocas semanas después del comienzo de la guerra sus preocupaciones son la escritura de “La colonia penitenciaria” y el comienzo de El proceso.

Durante la guerra, Joyce está entregado a la escritura de la primera parte del Ulises.
El tiempo del escritor no es el tiempo de la historia. Aunque el escritor, como toda persona, pueda ser triturado por ella (5). Dicho de otro modo, la indudable potencia política de los textos de Kafka y Joyce no procede de que se ocupen de la actualidad contemporánea, ni de que traten temas políticos de modo directo; su análisis de lo que, en términos foucaultianos, podría llamarse tecnologías del poder y tecnologías del yo circula por otra vía mucho más eficaz, a través de la que –noventa años después– nos llega intacto con toda su fuerza.

Por eso, me pregunto aquí por la posible acción política de la poesía, y no, más concretamente, por la poesía que se ocupa de la política y los problemas sociales. Existen hoy, entre nosotros, escrituras que tienen este carácter y revisten gran interés; de una u otra manera, no de modo exclusivo, así puede  leerse  a  Jorge  Riechmann,  a  Enrique  Falcón,  a  Isabel  Pérez  Montalbán, Antonio Orihuela, David González o Eladio Orta, entre otros (6). Pero éste no es el aspecto que quisiera tratar ahora, pues no es posible volver a incurrir  en  los  errores  que  caracterizaron  –hace  ya  tres  décadas  largas–  la polémica sobre la poesía social. El enfrentamiento entonces entre una preocupación por el lenguaje y una preocupación por los contenidos delata la pobreza  de  un  debate  teórico  que  parecía  desconocer  todo  lo  que  se  había ido poniendo sobre la mesa a lo largo del siglo XX, e impedía la comprensión de las raíces del talante estéticamente conservador de la poesía social: su abrumadora y acrítica deuda con la tradición española, su desprecio por las transformaciones del pensamiento poético en el entorno europeo y latinoamericano, la huella de los dogmas estalinistas acerca del realismo. Que las  posiciones  contrarias  tampoco  se  hacían  cargo  de  los  términos  del  problema, lo demuestra la facilidad con que pronto fueron reconducidas al redil tradicionalista; sólo las excepciones a todo ello componen la poesía más viva que entre nosotros puede leerse hoy.
 
No  se  trata,  pues,  de  esto.  Como  dice  Peter  Bürger,  "la  vanguardia  ha modificado radicalmente el sentido del compromiso político en el arte y, por tanto, antes de los movimientos históricos de vanguardia se aplicó de modo diverso a como se ha hecho después" (7). Cuando las vanguardias dirigen su crítica contra el funcionamiento de la institución arte en su conjunto, deja de estar en el centro el contenido de las obras; su capacidad de incidir en la práctica social depende de si consolidan o se integran en un modo institucional de funcionar  el  arte,  o  si  disienten  de  él,  lo  ponen  a  prueba,  lo  quiebran.  Sin duda,  no  es  el  único  factor  de  cambio;  hay  que  tener  en  cuenta,  además, cómo  los  teóricos  rusos  de  hace  casi  un  siglo  eliminaron  la  escisión  forma-contenido, mostrando su unidad indisoluble en la obra: todo contenido se da en cuanto forma, el carácter de la forma incluye y determina el carácter del contenido. Por otro lado, la nueva filosofía del lenguaje ha desvelado la estructura lingüística que la realidad tiene y ha abierto el camino para comprender el poder de opresión que reside en los códigos lingüísticos. De ese conjunto de  propuestas  se  deduce  la  naturaleza  inevitablemente  política de  todas  las formas del lenguaje humano y, en especial, del lenguaje retóricamente autoconsciente o literario; naturaleza política de por sí y no en el sentido representativo, sicológico o ético en que la relación entre literatura y política suele ser entendida.

La validez de estos criterios se hace quizá mayor si se observa el panorama  de  las  últimas  décadas  y  de  ahora  mismo.  Dentro  del  gran  número  de géneros de discurso y juegos de lenguaje que circulan socialmente y que no pueden  traducirse  entre  sí,  hacerse  conmensurables,  hay  uno  solo  de  esos géneros que es capaz de imponer sus reglas a los otros, obligarles a aceptar su sanción última; es el del capital: "esta opresión –concluye Lyotard– es la única opresión radical, la que prohíbe a su víctima atestiguar contra ella" (8). Esta dictadura de un discurso que expropia toda habla disidente se incorpora al debate actual con nombres como pensamiento único o globalización que, aun no recubriéndola por completo, apuntan a su naturaleza.

Magris  ha  sugerido  cuál  es  la  forma  de  comportarse  de  esta  dictadura; para él, "el totalitarismo no se confía ya a las fallidas ideologías fuertes, sino a las gelatinosas ideologías débiles, promovidas por el poder de las comunicaciones"(9). Esta viscosidad adquiere cuerpo a través de un modo característico de discurso, cuya máscara es racionalista, pero que consiste en un puro ejercicio de poder: "No se trata –describe Pierre Bourdieu– de un encadenamiento de argumentaciones, sino más bien de una cadena de autoridades, que van  del  matemático  al  banquero,  del  banquero  al  filósofo-periodista,  y  del ensayista  al  político.  Es  también  un  canal  por  el  que  circulan  dinero  y  todo tipo de prebendas económicas y sociales" (10).






El  resultado  es  la  maraña  de  tópicos  que  nos  envuelve  y  gobierna,  es decir, de tesis que siempre se dan por supuestas y excluidas de cualquier contraste, incluso de cualquier duda. Es sabido: la llamada información no informa, pues nada nuevo añade; se limita a aliñar la ensalada de los tópicos: ya sean las ventajas de aumentar los beneficios empresariales, o la inevitabilidad de  ciertos  bombardeos,  o  el  dictamen  de  que  la  literatura  debe  ser  clara  y entretenida. La mayor fuerza de este discurso es la apariencia de unanimidad, la  contundencia  con  que  consigue  confundirse  con  el  sentido  común. Pero esta pretensión universalizadora –hoy ya podemos saberlo– no remite a ninguna clase de verdad, sino a la astucia con que se mueven los dogmatismos más interesados y escasos. Negri lo ha llamado "violencia de la totalidad" (11), vivimos bajo ella.

Es impensable, en este contexto, una expresión singular que no arraigue en una zona de ruptura con ese discurso, con su violencia; por eso se mantiene tan vigente, y resulta tan molesta y perseguida, la tradición de la ruptura inaugurada por las vanguardias, al margen del periodo histórico en que se  manifestaron.  Si  el  gesto  de  desmarcarse  de  la  totalidad guía  el  trabajo estético, si traza de modo inseparable una concepción de la vida y una actitud política, lo hace poniendo en marcha una energía que, en cuanto tal, no es asimilable. Una poética concreta puede acabar estancándose, fosilizándose; pero su energía, el movimiento que la generó en su origen como ruptura, no puede cesar, se proyecta siempre más allá de sí, siempre en otro sitio.

Una clase de energía, pues, que a la vez se hace gesto existencial y gesto político,  que  no  se  acoge  a  fórmulas,  que  no  cristaliza  en  temas,  siempre móvil.





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(1) Francis Ponge, "Razones para escribir". En: De parte de las cosas (Proemios), traducción de Alfredo Silva Estrada. Monte Ávila, Caracas, 1968, pp. 165-170.
(2)  Citado  en: Claudio  Magris,  Utopía  y  desencanto. Traducción  de  José  Ángel  González Sainz. Anagrama, Barcelona, 2001, p. 29.
(3) Moisés Mori, intervención sin título, realizada en la Fundación Segundo y Santiago Montes, de Valladolid, en marzo de 1999; inédita.
(4) Toni Negri y Félix Guattari, Las verdades nómadas. Traducción de Mariano Sanz y Raúl Cedillo. Tercera prensa, San Sebastián, 1996.
(5) José Ángel Valente, Notas de un simulador. La Palma, Madrid, 1997, p. 34.
(6) Cfr., por ejemplo, mis artículos "Jorge Riechmann: poesía del desconsuelo" (Ínsula, 534, Madrid,  junio  1991),  "Sobre  la  poesía  de  Jorge  Riechmann.  Para  recuperar  los  nombres" (Cuadernos Hispanoamericanos, 544, Madrid, octubre 1995) o "El árbol solo" (sobre Enrique Falcón, en ABC Cultural, Madrid, 26 noviembre 1998), entre otros relativos a estos autores.
(7) Peter Bürger, Teoría de la vanguardia. Traducción de Jorge García. Península, Barcelona, 1987, p. 151.
(8) Jean-François Lyotard, Peregrinaciones. Traducción de María Coy. Cátedra, Madrid, 1992.
(9) Claudio Magris, op. cit., p. 10.
(10)  Pierre  Bourdieu,  Contrafuegos. Traducción  de  Joaquín  Jordá.  Anagrama,  Barcelona, 1999.
(11) Toni Negri y Félix Guattari, op. cit.

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