"Nuestro primer móvil fue sin duda el asco por
lo que se nos obliga a pensar y a decir, por aquello en lo cual nuestra
naturaleza de hombres nos obliga a tomar parte": esta rotunda declaración
la hacía Francis Ponge en un texto titulado “Razones para escribir”, que se
fecha entre 1929 y 1930 (1). Así –según él– el gesto fundador de la escritura
es un gesto político: el rechazo airado a la dictadura de un lenguaje-pensamiento,
la comprensión de que vivimos por fuerza dentro de un mundo de palabras que
está dado y que, al usarlas cada uno de nosotros, lo que ocurre es que –por
medio de ellas, de lo que decimos– se expresa el poder, el sistema que nos
domina e implica, tomado en el sentido más amplio y complejo. La conclusión de
Ponge es tan rotunda como su gesto inicial: "Una sola salida: hablar
contra las palabras".
Es fácil ver la precariedad de este principio: la única
propuesta, en su mismo modo de formularse, parece imposible, se asienta en una
contradicción absoluta: si el lenguaje nos incluye, nos habla, cómo podríamos
ponernos a distancia de él, actuar contra él. Pero a la vez es una contradicción
que tiene la extraña virtud de nombrar
la esperanza; la proscribe, la bloquea, pero también la coloca ante el deseo: hablar
contra las palabras. Es quizá el mismo movimiento que queda implícito en el
último Wittgenstein: después de entender que los límites del lenguaje coinciden
con los límites del mundo, su análisis se acercó más a las consecuencias existenciales
de esa lógica y encontró que entre la gama de juegos de lenguaje que
practicamos y las formas de vida humanas hay una soldadura completa. Y, sin
embargo, esta fórmula de cierre abre toda la ansiedad del deseo: perseguir una
grieta, un desajuste, forzarlo, aprovechar ese conocimiento para aprender a
producir un cambio... Esta clase de deseo, el de Ponge, el que induce en su
rigor Wittgenstein, es la energía utópica de que surge el poema, y también la
que lo constituye como político.
El lugar primero del poeta es así, un lugar de privación,
pues encuentra cerrada la salida, y de rebeldía, pues empieza su trabajo cuando
decide no aceptar esa situación de hecho. Todo está ahí marcado por la negación
– recuérdense los versos de Montale: "Eso es sólo lo que hoy podemos decirte,
/ lo que no somos, lo que no queremos" (2)–; y, sin embargo, esa marca negativa
construye, traza un lugar que no puede confundirse con otros. Según este
razonamiento contradictorio, escribir es un gesto radicalmente crítico que,
pese a ello, produce identidad. Así se definía el escritor asturiano Moisés
Mori: "alguien que quisiera ser leal a su idea primera de la literatura,
concebida como la forma que articula una negación, es decir, como uno de los
ejes centrales de mi actitud ante la vida (o si se prefiere: de mi posición
política o intelectual, o cotidiana...). (...) De mi vivir solitario y a la
contra" (3). En este vivir a la contra la soledad y la angustia individual
se transforman en postura política, tensándose hacia el momento de negación que
cualquier verdad exige para nacer;
resistir en una propuesta desnuda de escritura se manifiesta como trabajo de
liberación. Destruir y liberar –decían Toni Negri y Felix Guattari– se atan en
el nudo de la izquierda (4).
Y aquí se
toca otro punto de partida necesario: poesía y política, sí, pero qué política.
Como se sabe,
y para decirlo
en términos muy
generales, las posiciones
políticas pueden ser de conservación o de cambio; trasladándolo al terreno de
que aquí se trata, pueden ser de consolidación del discurso heredado o de
indagación de sus fisuras, de insistencia en encontrarlas. La actitud en favor
del cambio, la búsqueda de fisuras es la que corresponde a lo que Negri y
Guattari llamaban –de modo genérico y con su conocida mirada crítica– la
izquierda, que tal vez no coincida con lo que actualmente se llama así. Estas
notas mías también
se inscriben en
ese campo y
no pretenden alcanzar
conclusiones; se limitan a acercarse al problema de manera forzosamente
fragmentaria, sugerir algunas preguntas, leer con este propósito algunos
textos, mantenerse siempre en el espacio del quizá –donde las ideas no se
coagulen en dogmas, donde los principales enemigos sean la conformidad y la
fijeza.
Después de este primer
adelanto de intenciones,
que querría sirviese como fondo tonal para todo lo que
diga, seguramente conviene volver a situar los términos de la cuestión. Para
ello puede considerarse este sencillo recordatorio de Valente: “En el diario de
Kafka las líneas dedicadas a la primera guerra mundial no pasan de cincuenta. Pocas
semanas después del comienzo de la guerra sus preocupaciones son la escritura
de “La colonia penitenciaria” y el comienzo de El proceso.
Durante la
guerra, Joyce está entregado a la escritura de la primera parte del Ulises.
El tiempo
del escritor no es el tiempo de la historia. Aunque el escritor, como toda
persona, pueda ser triturado por ella (5). Dicho de otro modo, la indudable potencia
política de los textos de Kafka y Joyce no procede de que se ocupen de la
actualidad contemporánea, ni de que traten temas políticos de modo directo; su
análisis de lo que, en términos foucaultianos, podría llamarse tecnologías del
poder y tecnologías del yo circula por otra vía mucho más eficaz, a través de
la que –noventa años después– nos llega intacto con toda su fuerza.
Por eso, me
pregunto aquí por la posible acción política de la poesía, y no, más
concretamente, por la poesía que se ocupa de la política y los problemas
sociales. Existen hoy, entre nosotros, escrituras que tienen este carácter y
revisten gran interés; de una u otra manera, no de modo exclusivo, así puede leerse
a Jorge Riechmann,
a Enrique Falcón,
a Isabel Pérez
Montalbán, Antonio Orihuela, David González o Eladio Orta, entre otros
(6). Pero éste no es el aspecto que quisiera tratar ahora, pues no es posible
volver a incurrir en los
errores que caracterizaron –hace
ya tres décadas
largas– la polémica sobre la poesía
social. El enfrentamiento entonces entre una preocupación por el lenguaje y una
preocupación por los contenidos delata la pobreza de
un debate teórico
que parecía desconocer
todo lo que
se había ido poniendo sobre la
mesa a lo largo del siglo XX, e impedía la comprensión de las raíces del
talante estéticamente conservador de la poesía social: su abrumadora y acrítica
deuda con la tradición española, su desprecio por las transformaciones del pensamiento
poético en el entorno europeo y latinoamericano, la huella de los dogmas
estalinistas acerca del realismo. Que las
posiciones contrarias tampoco
se hacían cargo
de los términos
del problema, lo demuestra la
facilidad con que pronto fueron reconducidas al redil tradicionalista;
sólo las excepciones a todo ello componen la poesía más viva que entre nosotros
puede leerse hoy.
No se
trata, pues, de
esto. Como dice
Peter Bürger, "la
vanguardia ha modificado
radicalmente el sentido del compromiso político en el arte y, por tanto, antes
de los movimientos históricos de vanguardia se aplicó de modo diverso a como se
ha hecho después" (7). Cuando las vanguardias dirigen su crítica contra el
funcionamiento de la institución arte en su conjunto, deja de estar en el
centro el contenido de las obras; su capacidad de incidir en la práctica social
depende de si consolidan o se integran en un modo institucional de funcionar el
arte, o si
disienten de él,
lo ponen a prueba, lo
quiebran. Sin duda, no
es el único factor de
cambio; hay que
tener en cuenta,
además, cómo los teóricos
rusos de hace
casi un siglo
eliminaron la escisión
forma-contenido, mostrando su unidad indisoluble en la obra: todo
contenido se da en cuanto forma, el carácter de la forma incluye y determina el
carácter del contenido. Por otro lado, la nueva filosofía del lenguaje ha
desvelado la estructura lingüística que la realidad tiene y ha abierto el
camino para comprender el poder de opresión que reside en los códigos lingüísticos.
De ese conjunto de propuestas se
deduce la naturaleza
inevitablemente política de todas
las formas del lenguaje humano y, en especial, del lenguaje
retóricamente autoconsciente o literario; naturaleza política de por sí y no en
el sentido representativo, sicológico o ético en que la relación entre
literatura y política suele ser entendida.
La
validez de estos criterios se hace quizá mayor si se observa el panorama de
las últimas décadas
y de ahora
mismo. Dentro del
gran número de géneros de discurso y juegos de lenguaje
que circulan socialmente y que no pueden
traducirse entre sí,
hacerse conmensurables, hay
uno solo de
esos géneros que es capaz de imponer sus reglas a los otros, obligarles
a aceptar su sanción última; es el del capital: "esta opresión –concluye
Lyotard– es la única opresión radical, la que prohíbe a su víctima atestiguar
contra ella" (8). Esta dictadura de un discurso que expropia toda habla
disidente se incorpora al debate actual con nombres como pensamiento único o globalización
que, aun no recubriéndola por completo, apuntan a su naturaleza.
Magris ha
sugerido cuál es la forma
de comportarse de
esta dictadura; para él, "el
totalitarismo no se confía ya a las fallidas ideologías fuertes, sino a las
gelatinosas ideologías débiles, promovidas por el poder de las comunicaciones"(9).
Esta viscosidad adquiere cuerpo a través de un modo característico de discurso,
cuya máscara es racionalista, pero que consiste en un puro ejercicio de poder:
"No se trata –describe Pierre Bourdieu– de un encadenamiento de
argumentaciones, sino más bien de una cadena de autoridades, que van del
matemático al banquero,
del banquero al
filósofo-periodista, y del ensayista
al político. Es
también un canal
por el que
circulan dinero y todo
tipo de prebendas económicas y sociales" (10).
El resultado
es la maraña
de tópicos que
nos envuelve y
gobierna, es decir, de tesis que
siempre se dan por supuestas y excluidas de cualquier contraste, incluso de
cualquier duda. Es sabido: la llamada información no informa, pues nada nuevo
añade; se limita a aliñar la ensalada de los tópicos: ya sean las ventajas de
aumentar los beneficios empresariales, o la inevitabilidad de ciertos
bombardeos, o el
dictamen de que
la literatura debe
ser clara y entretenida. La mayor fuerza de este
discurso es la apariencia de unanimidad, la
contundencia con que
consigue confundirse con
el sentido común. Pero esta pretensión universalizadora
–hoy ya podemos saberlo– no remite a ninguna clase de verdad, sino a la astucia
con que se mueven los dogmatismos más interesados y escasos. Negri lo ha
llamado "violencia de la totalidad" (11), vivimos bajo ella.
Es
impensable, en este contexto, una expresión singular que no arraigue en una
zona de ruptura con ese discurso, con su violencia; por eso se mantiene tan
vigente, y resulta tan molesta y perseguida, la tradición de la ruptura inaugurada
por las vanguardias, al margen del periodo histórico en que se manifestaron.
Si el gesto
de desmarcarse de
la totalidad guía el
trabajo estético, si traza de modo inseparable una concepción de la vida
y una actitud política, lo hace poniendo en marcha una energía que, en cuanto
tal, no es asimilable. Una poética concreta puede acabar estancándose,
fosilizándose; pero su energía, el movimiento que la generó en su origen como
ruptura, no puede cesar, se proyecta siempre más allá de sí, siempre en otro
sitio.
Una
clase de energía, pues, que a la vez se hace gesto existencial y gesto político, que
no se acoge
a fórmulas, que
no cristaliza en temas, siempre móvil.
___________________
(1)
Francis Ponge, "Razones para escribir". En: De parte de las cosas
(Proemios), traducción de Alfredo Silva Estrada. Monte Ávila, Caracas, 1968,
pp. 165-170.
(2) Citado
en: Claudio Magris, Utopía
y desencanto. Traducción de
José Ángel González Sainz. Anagrama, Barcelona, 2001, p.
29.
(3)
Moisés Mori, intervención sin título, realizada en la Fundación Segundo y
Santiago Montes, de Valladolid, en marzo de 1999; inédita.
(4)
Toni Negri y Félix Guattari, Las verdades nómadas. Traducción de Mariano Sanz y
Raúl Cedillo. Tercera prensa, San Sebastián, 1996.
(5)
José Ángel Valente, Notas de un simulador. La Palma, Madrid, 1997, p. 34.
(6)
Cfr., por ejemplo, mis artículos "Jorge Riechmann: poesía del
desconsuelo" (Ínsula, 534, Madrid,
junio 1991), "Sobre
la poesía de
Jorge Riechmann. Para
recuperar los nombres" (Cuadernos Hispanoamericanos, 544,
Madrid, octubre 1995) o "El árbol solo" (sobre Enrique Falcón, en ABC
Cultural, Madrid, 26 noviembre 1998), entre otros relativos a estos autores.
(7)
Peter Bürger, Teoría de la vanguardia. Traducción de Jorge García. Península,
Barcelona, 1987, p. 151.
(8)
Jean-François Lyotard, Peregrinaciones. Traducción de María Coy. Cátedra,
Madrid, 1992.
(9) Claudio Magris, op. cit., p. 10.
(10) Pierre
Bourdieu, Contrafuegos. Traducción de
Joaquín Jordá. Anagrama,
Barcelona, 1999.
(11)
Toni Negri y Félix Guattari, op. cit.
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